Mucho se ha dicho hasta ahora sobre esta enigmática obra de Goya, sobre ella su autor no nos ha dejado más que un título: «Perro semihundido».

Sin embargo, no conozco a nadie al que su visión le haya dejado indiferente. Ya sea por la familiaridad que nos produce el animal protagonista de la representación, o por el desazón que nos transmite, cierto es que la fruición de este cuadro se nos plantea como una íntima experiencia. No hace mucho tiempo, mientras me encontraba de visita en Madrid, tuve el placer de poder contemplarla en directo en el museo del Prado y fue entonces cuando di con una interpretación de la obra en clave orteguiana que me dispongo a compartir con vosotros:

Como es sabido, Ortega y Gasset, no puede ser definido como un filósofo teorético (¡nada más lejos!) sino que dedicó la mayor parte de sus esfuerzos intelectuales a devolver a la vida y a sus “vividores” ese puesto en primera fila que siglos de racionalismo e idealismo le habían arrebatado injustamente. La verdadera revolución orteguiana consiste – y no consistió- en hacer depender por primera vez lo racional de lo vital, es decir: la razón es la que tiene que prestar un servicio a la vida y no viceversa. Hacernos la vida más cómoda, menos hostil, ésta y no otra debe ser su verdadera misión. Desde este punto de vista, el completo aparato cultural y social en el que nos encontramos por el mero hecho de haber nacido en un lugar y en una época determinados, no es más que un producto derivado de las necesidades vitales de una generación. A una determinada sensibilidad, a un modo particular de estar en el mundo, corresponde una serie de valores determinados, un conjunto de “reglas del juego”, como diría Wittgenstein, que aprendemos desde el primer momento en que entramos a jugar en una partida que ya ha comenzado, esto es, cuando llegamos al mundo.

En otras palabras: la cultura, dirá Ortega, no es más que el conjunto de soluciones más o menos satisfactorias que el hombre inventa para evitar ciertas necesidades, ya sean estas de tipo material o espiritual. De lo que se puede deducir que a un cambio en la sensibilidad humana debe corresponder siempre un cambio en su cultura, de no ser así, se precipita en el abismo de la crisis. Una cultura que no cumple con su misión es una cultura en crisis. El mayor problema del hombre no es otro que el de vivir en una cultura que le es inútil, estéril, que se ha hieratizado. Cada vez que una nueva sensibilidad nace en un mundo en el que una vieja cultura viene impuesta, aunque joven, el individuo se siente anciano, sin futuro, perdido y sin nada a lo que poder agarrarse. Cada vez que un ideal se revela vacío, inaplicable, obtenemos una prueba de que el sistema no está funcionando. Pensando a lo que todavía no había sucedido, Ortega nos advierte del peligro que podrían suponer ciertas políticas totalitarias sobre el sustrato débil de individuos que al interno de su circunstancia cultural se sienten perdidos, desorientados, y que no son más que una masa deforme fácil de manipular.

Ahora bien, volviendo a mirar el cuadro, es casi imposible no identificarse con ese pobre animal que, desolado y perdido en un mundo infinitamente mayor que él, alza la mirada y busca desesperado, algo o a alguien que le diga qué es lo que tiene que hacer, que le indique el camino, un amo que decida por él. Algo muy parecido a esto fue lo que ocurrió en Europa a mitades del siglo pasado, perros sin dueños cayeron en manos de su carnífice.

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