–¿A qué día estamos?, ¿es veinticinco?, ¿es hoy miércoles veinticinco de marzo? Dígame doctor, ¿qué día es hoy?, ¿me estoy muriendo ya?
Como cada día, Juan Carlos limpia y asea a su asistido. Ya le ha explicado muchas veces que él no es médico, que es enfermero y que para hablar con el doctor tiene que esperar hasta el cambio de turno, a eso de las once. Pero el señor Llopis tiene prisa. Lleva ingresado unas seis semanas y no ha habido día en el que no le haya preguntado si falta mucho para el miércoles. Fue difícil al principio, pero ahora ya se ha acostumbrado a mentirle y le sigue la corriente. –Ya falta poco, hombre. Estamos a martes. Mañana le toca, no se preocupe –le dice sin molestarse en explicarle quien es él y por qué está donde está. –Déjeme que termine aquí y así se puede ir usted preparando para lo de mañana. ¿De acuerdo? –Los ojos con los que el anciano le mira le recuerdan a los de un niño que espera la llegada de sus padres. –De acuerdo, doctor. Si usted lo dice, no habrá más que esperar.
–Las condiciones físicas son buenas, no hemos encontrado ningún traumatismo grave a pesar de su edad –dice el doctor mientras bebe de la botella de agua que siempre le acompaña. –Es más –continuó– podría decirse que cuenta con una salud envidiable. Lo único que me preocupa, dadas las circunstancias, es su estado de ánimo. No sé si han hablado con él hoy, pero… por lo que parece, su padre está convencido de que mañana morirá.
–¿Cómo dice? ¿Morir mañana? ¿No nos acaba de decir que cuenta con una salud de hierro? No entiendo nada. Qué está diciendo, ¿¡Jonás!?
–Tranquilízate, Lucía. Deja que termine de explicarse.
–Sí, lo siento. Puede que me haya expresado mal. Lo que quería decir es que, según su padre, mañana vence la fecha que el mismo ha querido establecer como la de su muerte. Lleva semanas diciendo que quiere morirse el veinticinco de marzo. Desde que lo ingresamos, tras el accidente, no hace más que repetirlo. No sé si para ustedes esa fecha significa algo, pero creo que deberían hablar con él e intentar averiguar de qué se trata y si es consciente de lo que dice. De no ser así, de insistir con el delirio, les aconsejaría que lo trasladaran a una estructura psiquiátrica especializada. Su padre se encuentra en un momento delicado a nivel psicológico, es muy importante que recupere una actitud positiva, que no desconecte de la realidad y no se abandone a si mismo; no sería la primera vez que un accidente sin importancia como el sufrido por el señor Llopis acarreara consecuencias muy negativas.
–¿De qué tipo, doctor? – Pues, desde un estado depresivo hasta, en el peor de los casos, la incumbencia de cuadros psicóticos graves o el desarrollo de un estado precoz de demencia senil. No sé hasta qué punto reconoce ya a las personas o si es capaz de discernir la realidad temporal en la que se encuentra. Por ponerle un ejemplo, confunde a Juan Carlos, su enfermero, conmigo y, en ocasiones, incluso se dirige a él como a su hijo. Lo llama Jonás y lo trata como si fuera un niño. Sé que es duro de aceptar pero si necesitan apoyo o información sobre los mejores centros de la ciudad a los que acudir, no duden en ponerse en contacto conmigo. Aquí en esta clínica ya no podemos hacer nada más por él. Mañana le daré el alta. Ánimo y háganme saber si puedo serles de ayuda. Lucía no puede contener las lágrimas y se aleja del grupo, dejando que sea su hermano quien se despida del médico. –Muchas gracias doctor Hernández, así lo haremos. Dígale a Juan Carlos que agradecemos mucho la paciencia que ha demostrado con nuestro padre en estas semanas y, disculpe a mi hermana, sé que le hubiera gustado darle las gracias en persona. –No se preocupe, hombre, entiendo las circunstancias. Les deseo lo mejor a ustedes y a su padre.
El médico le estrecha la mano y sigue su marcha diaria por la planta. Lucía espera a su hermano sentada en la cafetería del hospital. Al ver llegar a Jonás, se levanta y lo abraza. –¿Qué vamos a hacer ahora?, ¿crees que deberíamos llevarlo a una residencia para enfermos mentales?, me da mucha pena solo de pensarlo. ¿No estaría mejor en casa, con nosotros? –Las lágrimas vuelven a dejarla sin palabras. Jonás aprovecha para tomar las riendas del discurso. –Creo que tiene razón el doctor, Lucía, es por su bien. No quiero que sufra más de lo que ya lo ha hecho.
He salido a la calle y he notado que las fuerzas me fallaban. No he querido darle importancia, al fin y al cabo, ya no va a pasar de hoy. Me he tomado mi café con madalenas en el bar de la Juani, como cada día. Mi médico se enfadaría si lo descubriese, pero a mí sus advertencias ya no me asustan. Han perdido todo su poder, así que devoro cada una de esas madalenas como si se tratara de mi último festín, ya que así es como he decidido que sea.
He superado ya un bisiesto desde que Antonia me dejó. Acababa de entrar la primavera, el aire era nuevo y ya se olía a flores. Los árboles de la calle empezaban a enseñar sus primeros brotes verdes entre tanta rama oscura. Aquel funesto día habíamos decidido salir a pasear por la dársena para aprovechar el sol y secarnos un poco los huesos. Mi mujer padecía osteoporosis, una enfermedad bastante común en menopausia, por lo que unos pocos rayos de sol eran de vital importancia para ella. Estaba contenta. La llegada de la primavera, preludio de la estación más seca, significaba una mejoría física y una pausa del dolor. Le agarré del brazo y juntos nos dirigimos hasta el semáforo que separa el paseo del río de la esquina de la Juani. El bar estaba lleno y las mesas de la terraza ya casi no cabían en la calle.
–Luego nos tomamos algo con la Juani, ¿te parece Ernesto? Hace mucho que no hablo con ella y hoy hace un día tan bueno… –me decía mientras levantaba la cabeza hacia el sol con los ojos cerrados, tratando de atrapar con el respiro un pedazo de aquel cielo tan azul y limpio. El semáforo se puso verde enseguida y, confiados y pensando en el aperitivo de después, pusimos un pie detrás de otro fuera de la acera. Antonia tenía aún los ojos cerrados cuando oímos a esa mujer gritar. Fue lo último que recuerdo. Un tono agudo que me atraviesa el cerebro y un calor húmedo que se me escapa de la cabeza. Nos atropelló un coche allí mismo. Ese “¡No!” gritado al aire por aquella señora fue nuestra última vivencia juntos. Caímos al suelo inconscientes y nos rompimos la cabeza con el golpe. Yo acabé en el hospital, pero Antonia jamás volvió a abrir los ojos. Me dejó aquella imagen soñadora como su último reflejo. Perdí al amor de mi vida, un veinticinco de marzo de hace ya más de cuatro años.
Fue un accidente brutal, un atropello en toda regla. No hubo excusas que pudieran absolver a ese criminal sobre ruedas, ninguna. De haberse sabido quien fue, estoy seguro de que la ley hubiera caído con fuerza sobre él o sobre ella. Pero nadie vio nada más allá del color y marca del vehículo. La señora del grito fue la única persona que vio venir la tragedia. Los demás se dieron cuenta de lo que había sucedido tras el estruendo producido por el choque. “Ni siquiera frenó, se saltó el semáforo sin más.” –había declarado a la policía. “Iba muy rápido y en seguida me di cuenta de que no le iba a dar tiempo a detenerse si el semáforo se hubiera puesto en rojo. Conduzco desde hace más de veinte años y hay veces que una ya sabe cuándo alguien se va a saltar una señal. Lo ve venir de lejos. Con la experiencia, te acostumbras a tener que predecir ciertas temeridades de la gente. Hay veces que sabes perfectamente que ese de ahí o aquella de allá no va a frenar y te va a dar problemas. Aquel día presentí que ese coche rojo no iba a parar, por eso estaba mirando, temía que algo les pasará a Antonia y Ernesto”
Quiero que pase hoy, tiene que ser hoy. Quiero irme con ella y el sol de hoy es el mismo que el de entonces. Está en la misma posición y el río me sigue esperando al otro lado con el mismo ímpeto de antaño. Llevo un lustro entero observando sus aguas desde este lado. Ya va siendo hora de cruzarlo. –Querida mía: la vida sin ti, después de ti, no puedo.
–¿Papá? No cierres los ojos, escúchame. –Soy yo, Lucía, tu hija. ¿Sabes dónde estás? Has tenido un accidente, te has caído en mitad de la carretera. Estabas cruzando el semáforo de la Juani y de repente te has caído desmayado. ¿Te acuerdas?
–¿Qué día es hoy?
–¡Qué más da eso ahora papá!, ¿cómo te encuentras? El doctor Hernández dice que te ha tenido que poner puntos en la cabeza pero que la resonancia está bien. ¿Te duele la cabeza?
–¡Antonia! ¿Eres tú? Ya estoy aquí. Contigo. Miércoles, es miércoles…
–¡Pero papá! ¿No me oyes? Soy Lucía. Mamá no está aquí…Vas a estar unas semanas ingresado, hasta que te cures también del tobillo. Te has hecho un esguince, ¿me oyes? …
–Déjalo descansar Lucía, creo que no sabe muy bien dónde se encuentra todavía.
–Estoy muy preocupada por él, Jonás. ¿Qué le habrá pasado?
–Ya nos dirá más el doctor en cuanto se recupere un poco. Ahora hay que dejarlo descansar. Mira, ya está aquí el enfermero, venga, vámonos fuera…
Han hecho ustedes bien trayéndolo aquí. Si hablan con el doctor Hernández otra vez, por favor, agradézcanle que nos haya recomendado. Estamos muy orgullosos de nuestro centro y es un alivio saber que profesionales de su calibre nos aconsejan a sus pacientes. He echado un vistazo al caso clínico de su padre y estoy convencido de que la causa de su desvanecimiento no ha sido física sino psicológica. Me explico, su padre no se ha caído en mitad de la carretera a causa de una bajada de tensión o nada por el estilo, su estado de salud es muy bueno para la edad que tiene. He conseguido hablar con él y, por lo que he podido averiguar, el veinticinco de marzo de hace cuatro años murió su esposa en esa misma calle. ¿Es eso cierto? –Sí, doctor. Así fue. Perdimos a nuestra madre hace ya más de cuatro años. Le atropellaron a él y a mi padre cerca de la dársena, el conductor se dio a la fuga. Mi madre murió en el acto, pero mi padre se despertó más tarde en el hospital con heridas leves. Desde aquel día ya no ha sido el mismo hombre, pero nunca pensé que pudiera llegar a tanto. Si le he entendido bien, lo que está tratando de decirnos, es que nuestro padre ha intentado suicidarse ¿No?
–No exactamente. Lo que quería comentarles es que es muy probable que su padre sufra de lo que se conoce en psicoanálisis como síndrome de aniversario. Se trata de un deseo inconsciente mediante el cual el sujeto que lo padece intenta honrar la memoria del difunto eligiendo la misma fecha en la que éste falleció como fecha de su propia muerte. En otras palabras, su padre sentía dentro de sí un deseo irrefrenable de dejarse morir el mismo día y de la misma forma en los que murió su madre. El desmayo fue psicosomático y, a causa de la caída, acabó golpeándose la cabeza y torciéndose un tobillo. De ahí que, nada más despertarse y durante todas estas semanas, no haya hecho más que preguntar por el día que era. El rendir homenaje a la desaparición de su madre era lo único que le importaba.
–No sabía que estas cosas pudieran pasarle a la gente normal, perdón, quiero decir, a las personas que non han tenido nunca problemas mentales. Porque llegar a desear tu muerte… ¿Es un tipo de depresión o síndrome post traumático? Nunca había oído hablar de esto antes.
–Verá, aún no se sabe mucho de este síndrome, me temo. Pero el caso de su padre es, como diría yo… de manual. –¿Y tiene solución? –interrumpió, Lucía.
–No sabría qué decirles. Supongo que a la base de la patología se encuentre un mecanismo de sentimiento de culpa, de remordimiento de conciencia. El sujeto suele culparse por cuanto acaecido en esa fecha. Insomnio, apatía y problemas de ansiedad suelen ser síntomas complementarios. ¿Saben si su padre ha sufrido recientemente de alguno de ellos?
Otra noche más sin pegar ojo. Hasta cuándo voy a poder aguantarlo. Cierro los ojos y vivo una y otra vez ese grito. Es increíble la intensidad con la que nuestro cuerpo es capaz de grabar ciertos momentos en nuestra memoria. Aflora solo por la noche; es una tortura. Mi conciencia se divierte devolviéndome a aquel día sin perdón. Soy un espectador silencioso y culpable al mismo tiempo. Si hubiera mirado a la carretera antes de poner el pie en el asfalto, si no hubiera preferido su sonrisa a la vigilia, si hubiera sido más hombre y menos niño aquel día… No merecía morir, ella no. ¿Por qué no pude pararla? ¿Por qué pasé sin pensarlo? ¿Por qué me desperté al día siguiente? No duermo, no sueño, no amanezco desde entonces. Solo veo una y otra vez aquel instante como si estuviera en el infierno y el diablo me hubiese concedido ese castigo. Ayer, por fin, me habló y me dijo: “era miércoles veinticinco de marzo y este año bisiesto así lo trae, Ernesto”