Me duelen los pies. Estos zapatos me están matando. No siento los dedos de los pies, parece que se hayan transformado en una pezuña. Una especie de muñón óseo que sigue mi andadura por inercia. Un caminar muy poco elegante, de ñu, más que de gacela. No consigo distinguir entre el dolor de un dedo y el otro. Los tacones son una tortura bien vista, diría yo. No me explico cómo algunas mujeres pueden hacer esto todos los días y regresar de una pieza a sus casas, sin amputaciones. ¿Por cuánto tiempo se puede estar sin circulación en las extremidades? ¿No se les ponen morados los dedos como a los alpinistas?, los míos empiezan a estar blancos y fríos. Es la primera vez que vengo al trabajo con tacones y creo que volveré a casa descalza. Lo he hecho porque hoy es un día especial, y, como esta mañana no he tenido tiempo para arreglarme (¡maldito despertador de los chinos!), he decido compensar la falta de maquillaje con mis Ferragamo. La verdad es que no los sacaba del armario desde que se casó mi hermana Julia, hace ya más de un año. Menos mal que le dije a Ramón de quedar por la mañana y no por la tarde, ¡No hubiera resistido! Ya son las doce y media, tiene que estar al caer… habrá que acelerar. A este ritmo debo de ser el ñu más lento de toda la sabana. No quiero causarle una mala impresión. Después de todo, es nuestra primera cita al aire libre. Resiste Marta, ¡ánimo!, ya falta poco. Concéntrate, piensa que el dolor forma parte de ti, como cuando vas al dentista… Acéptalo. Uf… ¡Qué daño!
Llevo mucho tiempo esperando este momento. No se cuántas tomas he rodado de esta misma escena en mi cabeza cada noche antes de dormirme. Repaso todos los detalles: diálogos, escenario, vestuario (tanto el mío como el suyo, como si de alguna manera pudiera llegar a controlarlo). No dejo nada al azar, todo tiene que ser perfecto. Y así hubiera sido, estoy segura, de no haber sido por ese despertador y sus caprichos. He depositado todas mis esperanzas en este encuentro. Necesito que funcione.
Siempre quise formar una familia y creo que esta ocasión representa mi última oportunidad, si no por edad, que también, por energías. Si esto sale mal, no creo que haya más espacio en mi vida para el amor. Así es. Me ha costado mucho llegar hasta aquí y la idea de tener que volver a empezar de cero otra vez si esto no cuaja, de momento no me seduce. La puesta en juego es muy alta. A mis cuarenta y tres años, aunque anagráficamente todavía sea joven, me encuentro cansada. Harta de tantos comienzos. Creo haber recorrido ya esos cinco kilómetros de vida que mediamente separan la orilla del horizonte. Y la verdad es que no tengo fuerzas para seguir creando caminos por los que avanzar. Ha llegado el momento de soltar el timón y dejarse llevar por la corriente.
Ramón y yo nos conocimos cuando él llevaba ya un año y medio en prisión. Fue gracias a una de esas iniciativas sociales para la reinserción. “Cartas desde el olvido” o algo parecido, se llamaba el proyecto. Su finalidad era la de ayudar, mediante la correspondencia, a mantener vivas las espereanzas de los presidiarios (aquellos con buena conducta) que hubieran adherido al programa. Y de paso, para tenerlos entretenidos. Empecé por compasión. Lo admito. Mis noches eran aburridas y solitarias así que pensé: “¿Y por qué no?, no tengo nada que perder.” Elegí su historia de entre cincuenta. Ejemplos, todas ellas, de vidas truncadas por el pecado o el capricho de destino. La mayoría de ellos daba la culpa a la sociedad, otros a la familia, al dinero… Pero la verdad es que a todos les había fallado el amor. Padres violentos, alcohólicos o drogadictos, malas compañías, historias tóxicas, niños que crecen abandonados, padres que abusan de sus hijos o los golpean hasta quitarles la inocencia a puños. Víctimas que acaban convirtiéndose en verdugos de ellos mismos. No todos se arrepentían de sus actos, había quien los justificaba e incluso reivindicaba como justicia. Otros pedían perdón, así como derecho a poder dejarse atrás sus malas acciones. Ramón era uno de ellos. Su carta no tenía nada que ver con las demás. No sé cómo describir el aura que emanaban sus palabras. Ataraxia, quizá. Me conmovió el profundo vacío que desprendían. Quise llenarlo enseguida. Hablaba de su primera mujer como quien describía su propio ideal de belleza. Susana, que así se llamaba, falleció poco antes del accidente a causa de un cáncer de mama, enfermedad que, en la carta – la que Ramón escribió, en principio, a un lector anónimo – era tratada con la misma minuciosidad con la que anteriormente había descrito los rasgos femeninos de su mujer. A su hija, Claudia, de apenas tres años, la perdió poco tiempo después por culpa de un borracho. No dedicó muchas líneas a este episodio: “A Claudia me la arrebató un pirata de la carretera”. La falta de dolor vivo en sus palabras fue el grito de ayuda más fuerte que jamás hube escuchado. Nunca me había sentido tan cercana al sufrir de otra persona como en ese momento. Abrí el cajón del escritorio y me puse a escribir con el corazón en un puño.
– Hemos creado un mundo sin razón, – me decía – . Un sistema tolemaico, demasiado complicado para que pueda funcionar.
Ramón era un hombre de bien antes de que ese mal nacido le arruinara la vida. “Homicidio involuntario” fue la sentencia. Cuatro años de reclusión para el imputado, condena que, según la ley, bastaba para colmar el vacío vital que dejó la pequeña Claudia al ser atropellada por ese desgraciado. No para Ramón.
Recibía una carta suya cada tres días. Las mías tardaban más por culpa del trabajo, pero casi siempre conseguía enviarle al menos una a la semana. No hizo falta mucho tiempo para que acabáramos hablando de mí y de mis problemas. Ramón analizaba todo desde la perspectiva de quien ya no le tiene miedo a nada. Poco a poco su visión se fue subsituyendo a la mía, cambiando mi mundo desde dentro. Sus cartas tenían en mí un efecto estupefaciente. Mientras las leía, hacía mía esa imagen heraclitea del río, donde todo fluye y solo el cambio es eterno. – Todo pasará, Marta, esto también…
Fuimos amantes platónicos durante tres años. Nadie conoce mi vida como la conoce él, ni siquiera yo misma. Dejé de ser una persona sola para transformarme en su mitad. Cedí parte de mi sustancia para que el colmara su vacío. Y en parte funcionó. Acabé pidiéndole que se casara conmigo y me dijo que sí. Pasamos nuestra noche de bodas en un escuálido container prefabricado. Con la boda, Ramón obtuvo mayores privilegios. Fue así como empezamos a substituir las cartas con nuestras visitas semanales. Sacando cuentas, la de hoy, sería la vigésima quinta vez que nos vemos, pero la primera fuera del recinto de penitenciario. No puedo evitar estar nerviosa, esta vez nada le obliga a quedarse. Me asusta que decida marcharse. Este es mi mundo, el de fuera, él aquí no me conoce, ¿le seguiré gustando?, ¿y si le parezco ridícula a la luz del día?, ¿qué le digo cuando lo vea?, ¿de verdad es mi marido? Me acerco al límite, ¿inicio o fin? ¿hacia dónde iremos? Tenía que haberme puesto otros zapatos ¡Qué tortura! Estoy sudando. No me he pintado, ya es tarde ¿Es ese? Sí, ahí está… – Hola, Marta. ¿Por dónde íbamos?