Una mezcla de sal seca y arena rasca la madera del viejo Oasis junto a mis pasos. Son solo las diez de la mañana y ya no queda rastro de esa humedad pegajosa que durante la noche se deposita en cada objeto que queda a la intemperie. Sillas y mesas de plástico con su logo bien visible ya habían sido preparadas para la nueva jornada de trabajo.
Es viernes por la mañana. Había vuelto esa misma noche a Los Arenales desde Madrid y ya desde las primeras cabezadas nocturnas no hacía más que soñar con mi rincón. El Oasis es un viejo restaurante de veraneo, construido —sin ningún miramiento— en primera línea de playa a finales de la década de los sesenta. Es un edificio feo, desproporcionado. Cuando era niña se encontraba rodeado de pinos bajos y dunas de arena. Hoy, no es más que un detalle vintage entre urbanizaciones de lujo y piscinas. Su arquitectura refleja un tiempo pasado despreocupado y emergente que ya nada tiene que ver con el concepto que tenemos ahora de vacaciones en el mar. Cuando lo construyeron, las familias se iban de veraneo al apartamento de la playa, nada de viajes al otro lado del océano o paquetes de aventura en el desierto y selvas lejanas. El Oasis no era solo un bar, era el punto de encuentro, año tras año, de todas las familias que elegían Los Arenales como destino de vacaciones. Niños que crecían juntos a ritmo de tres meses al año. Yo fui una de ellas.
Nuestro apartamento estaba situado en el punto más alto de la zona. Desde el balcón podíamos ver el mar unido al horizonte hasta el faro. Cuando bajábamos a bañarnos, para poder acceder a la playa, había que pasar por el Oasis. El restaurante dividía las dos secciones principales de la localidad: primera y segunda línea de playa y, más arriba, la parte situada cerca de la sierra con sus pinedas . El único camino disponible para evitar el pasaje obligado por el local era aún salvaje y arriesgado. Había que atravesar las dunas que, además de ser ardientes y muy altas, escondían peligros para los que nunca estábamos preparados. No hablo de peligros naturales como los pequeños escorpiones de arena que de vez en cuando salían de sus moradas para recordarnos que ese era su territorio, sino de residuos tóxicos y otras basuras que algunos humanos solían esconder najo su tórrida arena. Disolventes, clavos oxidados, latas, maderas, y un largo etcétera.
En verano, el vaivén de chanclas y colchonetas multicolores era constante. No puedo evitar pensar que todo ese plástico sigue aún hoy flotando abandonado en algún lugar del mundo. Siempre pensé que el mar un día nos escupiría toda la basura que le estábamos tirando. Ojalá lo hiciera, nos lo merecemos.
Durante el invierno El Oasis apenas tenía clientes: parientes y algún pescador despistado.
Hoy es tres de diciembre y hace calor. El Sol ha calentado las fibras de madera de la tarima del bar y ya no se quejan tanto cuando las pisas. Estoy sentada en la terraza, soy la única turista. Delante de mí se abre la orilla con sus olas enroscadas en espuma transparente. Miro al cielo, respiro y me siento a disfrutar de un vaso de vino blanco. “Por fin estoy en mi sitio”, mi rinconcito.
Conozco de memoria cada mancha turquesa de aquellas aguas templadas: cada roca, cada hoyo, cada banco de arena. Su olor particular, sus algas de flecos, sus bolitas de posidonia y su viento; poco a poco me devuelven la calma que necesito. Ningún problema puede ser más grande que el mar. Por importantes que nos parezcan, por incomprensibles y angustiosas que se nos presenten nuestras preocupaciones, nada son comparadas la con la constancia e inmensidad del mar. Su fuerza y perseverancia nos recuerda lo pequeña e insignificante que es la existencia humana en la infinita red espacio temporal del universo. Cierro los ojos un momento. Me echo hacia atrás con la espalda resbalando el cuerpo hacia adelante para tumbarme un poco en la silla y noto que se moja una de mis manos al apoyarse en el suelo. Me incorporo para secarme y veo un rastro de sangre fresca que llega desde la barra del bar.
La mezcla de sangre y arena en el suelo, en vez de asustarme, me devuelve de nuevo a un momento de mi infancia. Tenía unos once años por aquel entonces. Acababa de bañarme en la piscina cuando al salir, mientras abría la puertecita de plástico que separaba el recinto de la entrada principal del edificio, me choqué con la portera. En ese momento estaba intentando atarme la toalla a la cintura así que tardé unos segundos en levantar la cabeza y entender lo que estaba pasando. Se había cortado las venas. La sangre borbotaba de sus muñecas tiñendo de rojo los ladrillos blancos de la piscina. Nunca había visto tanta sangre. Es curioso como el mismo fluido pueda ser al mismo tiempo vida y muerte según donde se encuentre y la dirección que tome. Tenía que reaccionar. Los primeros instantes fueron entorpecedores. Me quedé inmóvil delante de ella sin saber qué hacer ni qué decir. Esa mujer se había intentado suicidar cortándose las venas y yo era la única persona que lo sabía. Los chorros de sangre esparciéndose por el suelo llegaron a tocarme.
Una pequeña mancha caliente en mi dedo gordo del pie y nuestras miradas se separaron para transformarse en gritos. Los míos pedían buscaban ayuda. Los de ella, en cambio, esa misma ayuda la rechazaban. —Dejadme, por favor, dejadme que me vaya…. —gritaba. No tardaron en llegar su marido y algunos vecinos. Recogieron a Jacinta, que mientras tanto se había caído al suelo desmayada, y se la llevaron al hospital.
Pocos días después, volví a encontrármela saliendo de la piscina. Llevaba el antebrazo bien vendado y parecía tranquila. Quise preguntarle por qué lo había hecho, pero no fue necesario. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: “Me iré solo cuando yo lo diga”. Días después, mi tía me contó que su marido quería llevársela de vuelta al pueblo para poder ganar dinero durante la temporada baja trabajando en los campos. La pareja llevaba más de veinte años viviendo en los Arenales ocupándose de la manutención del edificio y de los turistas. Jacinta había estado allí desde los diecinueve, desde que tuvo que casarse con el viudo de su hermana, José Viñales. Un hombre de campo, quince años mayor que ella. No tenían hijos. Jacinta solía pasear todas las mañanas por la playa, muy temprano, antes de empezar con sus tareas. Mi abuela y mi tía a veces la acompañaban. Había nacido en el campo, lejos del mar y de su orilla, pero había aprendido a amarlo más que cualquier otra persona nacida aquí. Daba gusto verla tan feliz, decía mi abuela.
Me incorporo y vuelvo al presente. Era un hombre alto, aunque caminaba encogido debido a una mala postura. No lo conocía. De la mano le colgaban dos bonitos recién pescados con ojos saltones y branquias rojísimas. La sangre que goteaba provenía de los peces. Volví a mi vino y fijé la mirada de nuevo en el horizonte. Pensé en Jacinta y sonreí.