Cuando abrió la mano y dejó caer el cuchillo al suelo, aún podía sentir cómo sus latidos le atravesaban las muñecas envueltos en un guante de sangre denso y oscuro.
La tensión inicial estaba dejando paso a la conciencia. Los hechos estaban dibujándose en su memoria. Había ocurrido. Tal y como siempre había temido, lo había matado. El cuerpo de su marido ahora le parecía ridículo, un trozo de carne abandonado. Le sorprendió no sentir nada por él. Estaba segura de que el hecho de que hubiese sido culpable o no, no habría cambiado las cosas. Se habría librado de él de todas formas. La voz en su interior callaba satisfecha.
La primera vez que había pensado en matarlo fue un miércoles por la mañana. Lo recuerda porque ese día de la semana era el único que salía de casa temprano para ir a hacer la compra al mercado. Lavaba la lechuga cuando se le apareció la escena: tocan a la puerta, ella sabe que es él. Abre con el cuchillo de cocina en la mano y… ¡zas!, le raja la garganta sin decir una palabra. Ambas sabemos que algún día pasará.
Eran fantasías muy reales para ella, aunque nunca se había atrevido a contarlas a nadie, ni siquiera al psicólogo. Sabía muy bien cuál hubiese sido su veredicto. Pero ella no estaba loca. Simplemente odiaba a su marido. También se imaginaba enroscando un silenciador a una pistola segundos antes de volarle los sesos con ella.
Hacía ya cinco años que vivía en aquel pueblo. Desde que llegó, nadie habría dicho que las cosas no le hubieran ido bien. La casa nueva, la boda, ahora el embarazo. A ojos de un extraño, su vida era perfecta, digna de un panfleto publicitario de los años cincuenta. Su marido la trataba como a una princesa, no le faltaba nada. Todo era maravilloso. Un hombre como los de antes, responsable y cariñoso que sueña con tener el mayor número de hijos posible. Ese era Néstor.
Nadie entendía sus razones. No había motivos para quejarse, ese hombre se desvivía por ella.
– ¿Cómo puede ser tan desagradecida? Ese chico se lo ha dado todo, no se merece que lo traten así. Dice que está deprimida… qué fácil es esconderse detrás de esa palabra. Está muy de moda ahora eso de la depresión…para mí es solo una niñata caprichosa. – cuchicheaban las vecinas. Solía oírlas mientras doblaba la ropa en la lavandería. No se imaginaban que ella estuviera escuchando, y ella jamás reveló su escondite. Criticaban a todo el mundo, pero cuando se trataba de Laura, todas estaban de acuerdo y a favor de su marido. Qué fácil era para Néstor obtener la unanimidad femenina. -Ya quisiera yo que mi marido me comprara unos pendientes así… ¡vamos ni en cien años!
Cuando Néstor le compró esos pendientes, Laura ya tenía el anillo y la pulsera a juego. Se los había ido comprando los años anteriores. – Son muy bonitos, gracias. – No supo decirle nada más.
Sus suegros la trataban como a una hija. Desde que se habían enterado de su embarazo, la llamaban todos los días. Ser una hija postiza, como le gustaba definirse a ella misma, no le había traído ningún beneficio. Eres parte de la familia, cierto, pero de la familia de ver. Es decir, de puertas para fuera. No le cabía duda de que todo ese amor y esa premura desproporcionada no eran más que corolarios necesarios de un objetivo superior: obtener descendencia. “Es una pena que no existan los úteros artificiales, a esta gente les vendría muy bien y a mí me dejarían vivir en paz”, pensaba. No eres más que un daño colateral para ellos, querida. – añadía la voz. Ya casi tenía que convivir con ella en cada momento, la atormentaba y no la dejaba pensar con claridad.
Por las noches, los años transcurridos en la universidad la perseguían. Desde hacía algún tiempo no descansaba bien. Volvía a verse a si misma sentada en primera fila mientras tomaba apuntes cerca de la mesa del profesor. Al terminar la clase, todos se marchaban menos ella. No podía moverse, aunque su aspecto era el de entonces –pequeña y de constitución delgada– se sentía pesada, paquidérmica.
Intentaba pedir ayuda para poder levantarse, pero tampoco tenía voz. Veía a sus compañeros salir del aula, volver a entrar al día siguiente, de nuevo irse y así como si se tratara de una secuencia de fotogramas, pasaba de escena en escena hasta verse envejecida siempre en el mismo sitio.
Inmóvil, observaba cómo los demás realizaban seguían con sus vidas mientras ella seguía paralizada en el mismo punto. La eterna espectadora.
Cuando por fin lograba despertarse, el corazón le latía fuerte y le faltaba el aliento. Las palpitaciones tardaban unos minutos en recuperar su ritmo normal. El paso del tiempo la aterrorizaba. Tenía miedo a envejecer sin haber antes realizado sus proyectos. No desperdiciar su vida, hacer algo de lo que sentirse orgullosa, era para ella una obsesión. Dedicarse a los demás es de débiles, ¿quién eres tú Laura? ¿Cuál es tu sitio en este mundo? – ¡Otra vez no! ¡Basta! – gritaba
Las pesadillas le dejaban un fuerte dolor de cabeza. Eran días terribles. Prefería quedarse en casa y distraerse con la televisión. Nada de salir de compras o estar en la cocina. Las tareas domésticas no le ayudaban, es más, le recordaban que, hasta entonces, lo único que había conseguido era convertirse en la segunda madre de un niño rico. Ir al supermercado, pensar en qué hacer de comer, esperar que llegue del trabajo, preguntarle cómo le ha ido el día y tener la casa limpia. Esa era su realidad. Había días que no lo soportaba, necesitaba una pausa para no volverse loca.
Cuando Néstor entraba en casa y la encontraba tirada en el sofá viendo la tele se enfadaba. No le gustaba ver a su mujer (a su ideal de mujer) sin nada más que hacer que ver series todo el día.
– ¿Te parece normal que llegue cansado de trabajar y tenga que ponerme yo a prepararme de cenar mientras tú estás ahí sin hacer nada?, imagino que la excusa de hoy será la de todos los días, ¿no? “Estoy deprimida”, “Me siento frustrada” … – mascullaba mientras le daba la espalda para abrir la nevera.
Laura ya no tenía palabras nuevas que echarle encima a Néstor. Le había explicado mil veces cómo se sentía en esos días y lo difícil que era para ella salir adelante. Nunca le dio la importancia que merecía, para un hombre como su marido, ser ama de casa es el completamiento de la existencia femenina. De verdad no entendía por qué Laura se quejaba. Estaba tan cansada que prefería esperar a que se le pasase en silencio. De hecho, cuando hubo combatido con fuerza y rabia la situación solo había empeorado. Por más que tratara de explicarle que ella era algo más que una criada y que necesitaba dejar espacio también a sus inquietudes como individuo y como mujer, él siempre volvía a su terreno con la misma pregunta: ¿Te ha faltado algo alguna vez desde que estás conmigo? ¿Te he tratado mal en alguna ocasión? Venga, ponme un ejemplo concreto de ese machismo del que me acusas. -No se trata de eso, Néstor. Aquí no soy feliz. No puedo progresar si tengo que ocuparme todo el día de las tareas y de que todo esté listo e impecable siempre a la misma hora. La comida a las doce y media y la cena a las ocho. ¿Qué pasaría si trabajara? – Es que no necesitas trabajar -concluía él. Y vuelta a empezar. – Ese feminismo tuyo irracional me está cansando, ¿sabes?, no voy a soportarlo siempre. Trabajo para ti, para que estés aquí en casa tranquila y no tengas que salir ahí afuera a ganarte la vida, ¡y encima te quejas!
Su primer año de carrera le traía buenos recuerdos. Sus únicas preocupaciones eran los exámenes y sacar dinero para pagar el alquiler. Tenía un trabajo de media jornada en una librería con el que conseguía sacarse lo justo. La mayor parte del tiempo lo pasaba allí o en la biblioteca donde estudiaba. No podía darse muchos lujos, pero se sentía viva. Saber que puedes contar contigo misma para salir adelante es muy gratificante. Depender de los demás, produce ansiedad. Son cosas que ahora sabe pero que entonces nadie supo explicarle. Néstor apareció en un momento de su vida en el que se sentía perdida y con grandes dificultades económicas. Su padre se había marchado de casa y, su madre y su hermana, dejaron de contar con un sueldo en casa. Se habían quedado sin nada y sin nadie que pudiera ayudarlas. Dejó la universidad unos meses después de haber comenzado el segundo curso. Duplicó el turno en la librería para poder ayudar a su madre mientras ésta buscaba trabajo. Era una mujer de cincuenta años sin trabajar desde los treinta y cinco, no iba a ser fácil reincorporarse al mundo laboral.
A pesar de los problemas, Laura se levantaba con fuerzas cada mañana para ir a trabajar. Un día más, una nueva oportunidad. Confiaba en que todo acabaría como había comenzado, de repente. Y en parte fue así. Néstor llegó a sus vidas como un auténtico salvador. Laura y su familia lo recibieron como si de una profecía maya se hubiera tratado. El conquistador no tuvo que luchar mucho para hacerse con el poder. Enseguida se hizo cargo de la precaria situación de toda la familia. Le ofreció un empleo a su madre dentro de la empresa de sus padres. Un puesto de administrativo para empezar y luego “ya veremos”. Laura creyó enamorarse perdidamente de él. Se conocieron en una conferencia sobre La necesidad de la guerra como experiencia de paz interna, cómo no iba a recordar un título así. La tesis doctoral de Néstor había sido publicada y su editor le había pedido que diera un discurso de apertura durante la presentación del volumen, justo en la librería en la que trabajaba Laura.
Cuando la voz analizaba con frialdad aquellos momentos en su memoria, Laura se sentía muy desdichada. Se había entregado al que sería su marido sin pensarlo dos veces. No lo conocía casi cuando decidió irse a vivir con él. Ese sentimiento de agradecimiento que entonces sentía no era amor, sino necesidad. Él sabía lo que estaba haciendo. Sabía que eras una presa fácil, solo tenía que comprarte aprovechándose de la situación. Y tú caíste en la trampa en un abrir y cerrar de ojos. -déjame en paz, ¡vete! Ya lo sé… pero por favor, ¡déjame ya!
Néstor y su familia consiguieron insinuarse en su vida como un glaciar que inexorable se abre paso entre las rocas. El rescate de su madre, la temprana convivencia y el traslado al pueblo, lejos de sus amistades y de su pasado, hasta que llegó el momento de la boda. Cada detalle, cada decisión, fue tomada por otros o dictada por las circunstancias. – Néstor, ¿le has puesto ya a Laura la canción que te envié? Vamos a poner esa durante la misa. – le decía su suegra mientras apuntaba todo en su libreta.
La boda del hijo de los Sierra fue todo un éxito. Los invitados quedaron muy satisfechos con el espectáculo ofrecido. Laura no era muy consciente de lo que acababa de ocurrir, ni de lo que podía significar para ella. Había estado dejándose llevar por el trajín de eventos. Sin darse cuenta, había pasado los tres primeros años de su matrimonio entre decoraciones y viajes de compromiso.
Haber terminado la carrera no le había servido de mucho. Enviaba currículos todos los días, pero nadie la llamaba. Tenía treinta años y la rechazaban en todas partes. Era una mujer joven pero no tanto como para que la contrataran de aprendiz y, además, estaba casada. Ser mujer joven y recién casada significa solo una cosa para las empresas: baja de maternidad. Desesperada y con la moral por los pies, buscó ayuda entre amigos y conocidos, llegó incluso a pedirle ayuda a su suegro, un hombre con las manos metidas en mil negocios, pero no hubo manera. No por falta de ocasión, sino porque él no quería que ella trabajara. Nunca la habría ayudado con eso. No era algo que encajara bien con sus planes. Quería tener nietos lo antes posible y, una nuera emancipada, constituía un obstáculo.
Laura acabó cayendo en una depresión que nadie entendía. Pasaba las tardes planchando delante de la tele viendo capítulo tras capítulo del Dr. House (su serie preferida). Cuando él volvía a casa, la comida siempre estaba preparada, pero a Laura no le importaba nada de lo que pudiera decirle. Durante las ocho horas en las que estaba sola, sola con sus pensamientos, había tenido tiempo de sobra para imaginarse la monótona jornada laboral de su marido. Habría llegado al trabajo a eso de las nueve y media, tras levantarse a las nueve ya que vivía justo en frente de la oficina de los Sierra. Nada más entrar, su madre le habría ofrecido un café y un trozo de tarta que ella misma habría cocinado la tarde anterior. Unos minutos de conversación, un viaje al baño y sobre las diez se habría dirigido a su despacho. Allí habría leído el correo, echado cuentas y discutido con su padre unas tres o cuatro veces hasta que su madre, de nuevo, hubiera interrumpido el diálogo para ofrecerles la comida. Un poco de siesta después y… de vuelta al (pseudo)trabajo. Unas horas navegando en internet, un par de llamadas a proveedores y ya está. Para casa otra vez. De vuelta al hogar, una joven mujer le habría estado esperando con su plato caliente y una sonrisa.
Los peores días eran cuando Néstor volvía a casa con ganas de sexo. Se comportaba como si estuviera recogiendo una especie de premio o condecoración. Lo más curioso es que no se daba cuenta de lo mal que lo hacía. No solo no sabía excitarla, sino que se impacientaba cuando ella no conseguía alcanzar el clímax. Laura se veía obligada a fingir solo para que la dejara en paz. Tenía que hacerle ver que estaba disfrutando para que él consiguiera a su vez, alimentar esa fantasía viril de hombre realizado y pudiera llegar hasta al final. Muchas veces ni siquiera conseguía una erección por sí mismo. Laura sabía que cuanto peor le fuera a él con su erección, peor le iría también a ella ya que tendría que trabajar más para conseguirla. Si la estimulación no bastaba una vez, le obligaba a repetirla. Y si ni con esas, entonces la dejaba sola en la cama y se iba al baño, echándole la culpa a ella de lo ocurrido. – Pones tan poco de tu parte que no me extraña que no se me levante. – solían ser sus palabras. Él nunca era responsable de nada. Con los años, Laura había aprendido a engañarlo. La sesión duraba poco más de media hora si las condiciones eran buenas, algo más cuando llegaba bebido. Laura acabó perdiendo el interés por el sexo, y por todo.
Su suegro era un hombre mayor muy acostumbrado a salirse siempre con la suya. Tenía un carácter fuerte y sabía sacar de las personas todo lo que a él le hiciera falta. Hoy lo definiríamos como un egótico, alguien que se acerca a los demás solo para coger de ellos lo que necesita. El dinero, y la fortuna, que había conseguido acumular durante las décadas de los 80 y de los 90, habían contribuido a alimentar aún más ese ego desproporcionado. Las madres trabajadoras, para él, no eran más que unas cobardes, mujeres que, por miedo, habían renegado el lugar que Dios les había reservado en el mundo. Ocuparse de la prole era la máxima realización natural del género femenino. Pedirle ayuda para encontrar un empleo había sido lo más estúpido que había hecho en su vida.
El señor Sierra tenía dinero para poder mantener sin trabajar a varias generaciones. Lo único que le importaba ahora era ejercer todos sus derechos de patriarca, pero para ello necesitaba descendencia.
La presión que ejercía sobre Laura se había vuelto insostenible. Llegó a ofrecerle cincuenta mil euros por cada hijo que tuviera. Hizo la propuesta durante una cena delante de Néstor y su madre que desdramatizaron añadiendo la postilla: “Te conviene que sean trillizos, mujer” entre carcajadas, pero Laura sabía que no bromeaba.
No es que no quisiera ser madre, lo que no quería era tener hijos con Néstor – y, por ende, con su familia. No tenía trabajo, no sabía en qué ocupar el tiempo y la voz interior que tanto miedo le producía estaba ganando terreno. Le asustaba no ser una buena madre, poner a su hijo en peligro, que la voz le hiciera daño.
De vuelta a casa, Laura estuvo callada todo el tiempo. Néstor seguía hablando del tema, sin tener en consideración la opinión de su esposa que aún no se había pronunciado.
Un par de semanas después el abuelo volvió al ataque: – He visto un chalé aquí al lado que sería perfecto para vosotros. Solo os falta el bebé. Si me dais esa alegría, os la compro enseguida, me da igual lo que cueste -exclamó. Y otra vez volvió a esconder su chantaje entre muecas y sonrisas, solo que, en esta ocasión, Laura no pudo contenerse. – No voy a tener un hijo ni ahora ni nunca solo porque a ti te apetezca. Puedes ofrecerme todo el dinero que quieras, no lo aceptaré jamás. Si de verdad queréis que tengamos niños, antes que como madre, tendré que realizarme como mujer. Soy algo más que un útero. – concluyó con tono serio y preocupado. Contaba con una respuesta de igual medida por parte de Néstor o de su suegro, pero no fue así. Ambos agacharon la cabeza como lo habría hecho un cazador que descubre que tendrá que sacrificar a su perro. Cambiaron de tema y dejaron a Laura suspendida en la nada. El silencio incómodo que se había creado poco antes dejó paso terminó cuando su suegra entró en la sala y todos se sentaron a comer alrededor de la mesa.
– No vuelvas a decir algo así en la vida, ¿me entiendes? Si quieres que tu madre siga teniendo un trabajo, no vuelvas a dirigirte con ese tono a mi padre – le exhortó. – Y, ves quitándote todos esos pájaros de la cabeza. – ¿Cuáles pájaros, Néstor? – respondió ella. – Esa tontería de que no piensas
tener hijos hasta que no te realices como mujer. – No es ninguna tontería. Es lo que pienso. – le contestó con un tono esta vez más suave. – Creo que no me has entendido bien, Laurita. Si no me das un hijo pronto, no voy a seguir esperando. Te pediré el divorcio y tendrás que volver a ocuparte de tu familia. Laura no podía creer lo que estaba oyendo. Néstor El Salvador la estaba ahora amenazando con destruirla si no consentía darle un heredero. – No puedes hacerme esto. Sabes muy bien que estoy enferma. Estoy deprimida y no puedo ser una buena madre así, no me pidas eso… Sabes muy bien lo importante que es para mí poder dar a mi hijo lo que yo nuca tuve, un ambiente familiar sano y sin problemas. Necesito tiempo para poder curarme – le suplicó entre lágrimas. – Ya estoy harto de ti y de tus lloriqueos. – concluyó él. Laura se dio cuenta de que ya no podía amarlo. No podía seguir al lado de una persona que no la veía como mujer. Esa noche fue la más larga de su vida. No quería volver a ver sufrir a su familia, pero tampoco podía seguir atrapada en la jaula que Néstor le estaba construyendo. Tenía que tomar una decisión, encontrar una solución que no pasara por el abandono. Tras mucho pensar, llegó a la conclusión de que no dejaría a Néstor hasta que no encontrara un trabajo con el que garantizarse cierta libertad económica. Solo tenía que hacerle creer que había aceptado el chantaje.
Con las últimas fuerzas que le quedaban y cargada de un optimismo enfermizo, se levantó y se fue a la universidad. Quería pasar por la vieja librería donde había estado trabajando de estudiante e intentar recuperar su antiguo puesto. El gerente, sobrino del viejo titular del negocio, no la conocía, pero decidió darle una oportunidad como personal de apoyo durante el periodo de matrículas. No era mucho, pero por lo menos tenía una excusa para salir de casa y un medio con el que poder aspirar a la independencia económica. Cuando volvió a casa, quiso contarle todo a Néstor. Estaba muy ilusionada y tenía ganas de decirle a su marido que todo estaba yendo por el camino adecuado y que. poco a poco, conseguirían salir del bache. Su ilusión chocó con la apatía de Néstor que desde hacía algunos meses casi ni le hablaba. Seguían teniendo relaciones, pero ya no eran una pareja enamorada. El sexo era la forma en la que Néstor le comunicaba que su plan de formar familia aún seguía en pie. Lo que no sabía es que Laura, desde el día en el que el señor Sierra le había ofrecido los cincuenta mil euros, había empezado a tomarse la píldora anticonceptiva.
Finalizado octubre su jefe le confirmó que iban a ofrecerle un puesto fijo. Era cuestión de días. Esa noche, Laura, preparó una cena especial para su marido durante la cual, darle la buena noticia. – ¿Qué significa todo esto? – dijo él nada más atravesar el umbral de la puerta.
– ¡Me han cogido, Néstor! Voy a ser encargada de sección en la librería. Por fin voy a tener un puesto fijo. ¿Te das cuenta? ¿No te alegras por mí? Con lo que me ha costado…
– Ya sabes lo que pienso de este asunto – la interrumpió. No voy a discutir otra vez.
Durante los meses siguientes se respiraba un clima de guerra fría. Llegó diciembre y la librería volvió a llenarse de gente. Laura llegaba exhausta a casa. Tardaba más de una hora en recorrer el trayecto que separaba su casa del barrio universitario. Tenía que coger primero el tren y luego el coche para llegar hasta la pedanía en la que se encontraba el pueblo de Néstor. Esa tarde se sentía rara, no le dolía nada en particular, pero no estaba bien del todo. Parecía como si le fuera a bajar la regla. Le pareció extraño ya que con la píldora los dolores menstruales se atenúan al no ovular ni cumplir con el ciclo hormonal completo. Llegó a casa a las ocho y media, se tumbó en la cama un rato para descansar antes de ponerse a hacer la cena y se quedó dormida. Por la mañana, se despertó aún vestida. Néstor había dormido en el sofá por no molestarse en despertarla. Se levantó y se metió en la ducha. Al salir de la bañera vio unas manchas rojizas fluir por el sumidero. “Sí que es extraño”, pensó. No me toca manchar esta semana. Se limpió otra vez y cuando se agachó para ponerse las bragas una sensación de náusea la recorrió desde el estómago hasta el esófago. Las arcadas fueron tan fuertes que acabaron por despertar a Néstor. – ¿Qué te pasa?, ¿estuviste bebiendo ayer con tus amigas? – le preguntó con tono acusador. – No, no sé qué es. Pero no me encuentro bien, creo que no voy a ir a trabajar.
– Avísame si tengo que llevarte al hospital – dijo mientras se marchaba dando un portazo. Laura se miró al espejo desnuda y notó que su pecho estaba bastante hinchado. – No puede ser la regla otra vez – masculló. Cogió su bolso buscando el blíster de pastillas para comprobar si, por error, había olvidado tomarse algunas este mes y fuera ese el motivo del desarreglo hormonal.
Fue entonces cuando se dio cuenta. Había una especie de circunferencia perfecta por el reverso de cada pastilla. Era como si alguien hubiera abierto y después sigilado de nuevo cada uno de los huecos ocupados por las píldoras. “No puede ser lo que creo que es”, se dijo asustada. “No puede haber sido capaz”, “Dios mío, dime que no es así, por favor.” Cogió las llaves del coche y salió corriendo de casa. Paró en la primera farmacia que encontró y compró un par de tests de embarazo. Condujo después hasta el bar de la plaza del pueblo, pidió un café y se fue al aseo. Hizo la primera prueba con las manos temblorosas, casi pierde el predictor en el wáter. El primer resultado fue positivo. El segundo también. Néstor lo había planeado todo. Le había dejado pensar que se había salido con la suya mientras él tramaba a sus espaldas y la había dejado embarazada contra su voluntad. Ahora lo veía todo muy claro: su apatía, el hecho de que no le hubiera impedido ir al trabajo, el silencio de sus padres al respecto… todo cobraba sentido. Estaba embarazada. El tiempo se paró a su alrededor. Su mente ataba cabos a una velocidad prodigiosa. La voz, que había callado hasta entonces, volvió a tomar el control. Laura desapareció en ese preciso instante. Salió del bar y con la mirada abstraída subió al coche y volvió a casa. Una vez allí, se quitó el abrigo, se puso el delantal, preparó la cena y se sentó en el sofá a esperar a su marido. El cuchillo detrás de su espalda aún olía a cebolla.